
Por: Ray H. Hughes
Hace apenas unas décadas, el término “Pentecostés» o “Pentecostal” apenas se escuchaba. En años recientes, sin embargo, Pentecostés ha recibido reconocimiento y el mundo está haciéndose preguntas sobre su naturaleza. Hay opiniones diversas y variadas. Siendo que el término ha circulado ampliamente, se hace necesario explicarlo para que pueda ser entendido correctamente.
Primero, consideremos Pentecostés desde el punto de vista histórico. Pentecostés era uno de los tres grandes festivales judíos celebrados en Israel. Seguía a la Pascua y precedía a la Fiesta de los Tabernáculos. Algunas de las características del ceremonial Pentecostés eran las siguientes: Se celebraba cincuenta días después de la cosecha de los primeros frutos. La Escritura que se refiere al festival lee así: “Siete semanas contarás; desde que comenzare a meterse la hoz en las mieses, comenzarás a contar las siete semanas” (Deuteronomio 16: 9). El evento también conmemora la entrega de las Tablas de la Ley en el Sinaí. En Pentecostés, se dedicaban los primeros frutos de la cosecha a Dios. La dedicación consistía en ofrecer dos panes, como símbolos de la cosecha, los cuales se presentaban, se mecían y se consagraban ante Dios. Era un día de júbilo, de proclamación de buenas nuevas. Para muchas personas, hoy, Pentecostés no es otra cosa sino la conmemoración de esta fiesta. Pentecostés, sin embargo, es mucho más que la celebración de un día; Pentecostés es una dispensación en medio de la cual vivimos.
En segundo lugar, consideremos a Pentecostés del punto de vista dispensacional. Precediendo al advenimiento del Espíritu, el sacrificio en el Calvario había tomado lugar y la tierra había sido rociada con la sangre del Cordero Pascual (Cristo) que “quita el pecado del mundo”. Un camino nuevo y vivo había sido provisto. El lugar Santísimo había quedado al descubierto. Nuevos privilegios, hasta aquel entonces desconocidos, se habían hecho asequibles. Una nueva luz se manifestaba para el futuro; y se le ofrecía a toda la humanidad la posibilidad de un nuevo destino. Pero muchos de estos privilegios y bendiciones dependerían de un acontecimiento que todavía no tomaba lugar. El Calvario vendría a hacerse efectivo a través de Pentecostés. Así como no podía haber Pentecostés sin Pascua,[1] ni aceite de la unción sin que se moliera la oliva (aceituna), ni agua borbotante sin que se hiriera la roca; tampoco podía haber Pentecostés sin Calvario. El Calvario, por lo tanto, fue la cabeza y fuente de Pentecostés. No obstante, sin Pentecostés el Calvario pudo haber terminado abruptamente. Pentecostés fue el poder que hizo posible que se conociera el mensaje del Calvario. De no haber habido Pentecostés, después de la resurrección de Cristo, es muy probable que la historia del Calvario se hubiera olvidado hace mucho tiempo
La venida del Espíritu habría de complementar la misión redentora de Cristo. ¡Jesús mismo es el Señor de Pentecostés! El sonido del cielo, el trepidante viento, y las flamígeras lenguas de fuego que se manifestaron en el día de Pentecostés sobre los expectantes discípulos, eran obra de Cristo. Cristo había prometido a sus discípulos que habría de enviar su Espíritu sobre ellos. Cuando, después del derramamiento, Pedro, se puso en pie para explicar el fenómeno (y téngase presente que nadie puede explicar la experiencia pentecostal a menos que la haya recibido), él dijo: “Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la Promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hechos 2: 33). El Espíritu Santo fue enviado en el nombre de Cristo. Cualquiera explicación al Pentecostés, que no lo asocia con el cumplimiento de la misión redentora de Cristo en la tierra, es incompleta.
Dios seleccionó la fiesta del día de Pentecostés para el advenimiento del Espíritu Santo. La Biblia confirma esta aseveración, cuando dice: “Y como se cumplieron los días de Pentecostés, estaban todos unánimes en un lugar. Y de repente vino un estruendo como de un viento recio que hinchió el lugar en donde estaban sentados. Y se les aparecieron lenguas como de fuego que asentaron sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, como el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:1-4).
Pero aquí surge una pregunta: ¿No estaba el Espíritu en el mundo antes de esta ocasión? La contestación es afirmativa. Él aparece en la misma primera página de la Escritura: “Y el Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas” (Génesis 1:2 b). La mano del Espíritu Santo se deja ver en la creación del hombre, pues fue a Cristo y al Espíritu Santo a quienes Dios (el Padre) dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza” (Génesis 1:26). Fue por la mano y obra del Espíritu que los cielos fueron adornados.
De José, el visionario hijo de Jacob, se dijo que “el Espíritu de Dios moraba en él”. Asimismo el Espíritu Santo reposó sobre hombres tales como Eliseo y Sansón. Bezaleel y Aholiab fueron llenos del Espíritu Santo con el fin de cumplir ciertas tareas especiales. Sin embargo, Juan, dice: “Porque el Espíritu Santo no había aun sido dado; porque Cristo no había sido aún glorificado” (Juan 7:39). ¿Cuál es, pues, la explicación a esta aparente contradicción? Veamos, Jesús había dicho: “En verdad os digo; es necesario que yo me vaya; porque si yo no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros; pero si yo me fuere, os lo enviaré” (Juan 16: 7). La venida del Espíritu Santo dependía, entonces, de la glorificación de Cristo. Más así como Cristo estuvo presente en el Antiguo Testamento —como el “ángel de Jehová”— antes de su encarnación, en ese mismo sentido vino el Espíritu Santo al mundo antes del evento de Pentecostés. Aunque Cristo estuvo en el mundo desde el principio, fue solamente en Belén cuando apareció como el Hijo del Hombre y el Hijo de Dios. De igual manera, el Espíritu Santo había venido antes al mundo, y había sido reconocido por los siervos de Dios a través de las edades; Pero no se había revelado al mundo como el Consolador en el sentido en que lo hizo el Día de Pentecostés.
La venida del Espíritu Santo había sido predicha por el profeta Joel, antes del derramamiento de Pentecostés, diciendo: “Y será que en los postreros días derramaré de mí Espíritu sobre toda carne; y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, y vuestros viejos soñarán sueños y vuestros mancebos (jóvenes) verán visiones: Y también sobre vuestros siervos y vuestras siervas en aquellos días, derramaré de mí Espíritu” (Joel 2: 28-29). El apóstol San Pedro, constató que el evento de Pentecostés, era el cumplimiento de la profecía de Joel, cuando dijo: “Esto es lo que fue dicho por el profeta Joel” (Hechos 2: 16).
Cuando el Espíritu Santo vino, se sucedieron señales extrañas una tras la otra. El viento huracanado rugió dentro del aposento alto, llenando todo el lugar en donde se encontraban sentados los discípulos. El oído humano atestiguó la presencia divina. Luego, lenguas “como de fuego” aparecieron. El ojo humano también dio testimonio de la presencia divina. No sólo el sentido de la vista y el oído fueron impresionados con la gloria de Dios; sino que, en forma súbita, “fueron todos llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas como el Espíritu les daba que hablasen”. Esta fue una nueva dimensión en el ámbito religioso; nunca antes se había oído tal cosa. Tal fue el sentido de inefabilidad que llenó los corazones de los discípulos, que el lenguaje humano ordinario resulto inadecuado para expresarlo. Por lo tanto, Dios siempre rico en misericordia, habló a través de ellos en tal forma que un grupo heterogéneo de nacionalidades y religiones se convenció del origen divino detrás del evento. Esta fue la manifestación o evidencia inicial del bautismo con el Espíritu Santo. Lenguas “como de fuego” se asentaron sobre cada uno de ellos, haciendo arder sus corazones y moviendo sus lenguas a expresar “las maravillas de Dios”. ¡Pentecostés había venido a ser una experiencia personal!
Por esta razón, aquellos que reciben el poderoso bautismo del Espíritu, como lo llamó Jesús, han escogido llamarse pentecostales. A los expectantes discípulos, esta experiencia vino a ser el cumplimiento de su promesa. Ellos tenían la promesa de un poder que habría de investirlos. Ellos habían sido enseñados con respecto a los diversos ministerios del Espíritu; pero, en Pentecostés, el Espíritu descendió para morar en ellos como tabernáculos; y el bautismo vino a ser el requisito indispensable para el servicio cristiano. Las facultades humanas fueron energizadas milagrosamente. No fue una experiencia temporal la que recibieron los ciento veinte; sino una presencia permanente que vino a ser herencia de toda la iglesia.
La promesa del Espíritu no es prerrogativa exclusiva de los apóstoles originales, ni de una iglesia, ni de favoritos escogidos en alguna época de la historia de la iglesia. La promesa es un don que se otorga a todos los creyentes en Cristo, desde el menor hasta el mayor. “Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para todos cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2: 39). “Y yo oraré al Padre, y Él os dará otro Consolador, que esté con vosotros para siempre” (Juan 14: 16).
Un buen número de cristianos está viviendo en el lado equivocado de Pentecostés. Cronológicamente, están en la extrema derecha; pero experimentalmente no han recibido la bendición. Conocen a Cristo, lo aman, lo siguen; pero nunca han reclamado para ellos su Pentecostés personal. Este milagro de Pentecostés produce siempre reacciones de sorpresa, perplejidad y burla. Sin embargo, fue ese milagro el que pavimentó el camino para el mensaje apostólico de Pedro ya que ningún milagro o experiencia puede substituir la Palabra de Dios como tal. Las señales, maravillas y diversos milagros del Espíritu Santo, se dieron —y se dan hoy— como una confirmación de la Palabra. “Y ellos iban por todas partes predicando en todos lugares; y el Señor iba con ellos confirmando su Palabra con las señales que les seguían” (Marcos 16:20).
El resultado de aquella llenura espiritual traza una pauta para nosotros en el tiempo presente. Aquellos que recibieron el bautismo poderoso estaban avivados por éste, que los que vieron la reacción de los discípulos pensaron que estaban embriagados. El “yo”, dio paso al control del Espíritu y Cristo fue exaltado. De la experiencia de aquellos discípulos se desprende que los que reciben el poder de Pentecostés son poseídos de un gozo inefable. La Palabra de Dios habla del “gozo en el Espíritu Santo”. Los que recibían esta experiencia, participaban de la comunión de los demás cristianos en un ambiente de gran regocijo. El gozo es un fruto del Espíritu y esta experiencia es una que llena a uno de la gloria de Dios. No hay justificación en la Palabra de Dios para la dignidad embotada que caracteriza la religión de nuestros días. Llenos del gozo y de la gloria del Espíritu, las voces seductoras del mundo no tienen poder para atraernos. Los oídos que están a tono con el Espíritu de Dios no son atraídos por la música de las sirenas mundanales. No hay titubeos sobre qué hacer en aquellos casos de naturaleza dudosa, para los que viven en el Espíritu. De su interior fluyen ríos de agua viva, de los cuales pueden beber a voluntad. No tienen necesidad de acudir a las cisternas rotas del mundo.
Pentecostés produce, también, poder. Cristo, en el mensaje de despedida a sus discípulos, les dijo: “Mas recibiréis poder, cuando el Espíritu venga sobre vosotros; y me seréis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaría, y hasta lo último de la tierra”. (Hechos 1:8). La Escritura enseña que, “el poder pertenece a Dios” (Salmo 62:11). Pero, Dios, transmite ese poder a través de nosotros. Nosotros, a nuestra vez, nos convertimos en transmisores cuando recibimos el poderoso bautismo.
En la curación del cojo que se sentaba en la puerta de la Hermosa, Pedro dijo: “. . . lo que tengo te doy”. Este poder, por lo tanto, es comunicado a nosotros por Dios. El hecho de que Pedro, se puso en pie con los once, para dar testimonio de su experiencia, no significa bajo ningún concepto que los apóstoles hayan sido los únicos que recibieron esta experiencia pentecostal. Ellos fueron los líderes espirituales seleccionados por Dios para ponerse en pie y verificar el mensaje de Pedro; pero el testimonio adicional del resto de los ciento veinte complementa el testimonio y la exhortación de Pedro en el día de Pentecostés.
Cuando viene el Pentecostés, hay resultados sobrenaturales. El libro de los Hechos fue escrito porque en él se registra cómo el Espíritu vino a morar en los hombres y a realizar su obra redentora a través de éstos. Cuando el Espíritu viene sobre los hombres, en nuestros días, se pueden ver los mismos resultados. Los substitutos se esfuman y triunfa aquello que es real y verdadero. El poder pentecostal no está restringido a un grupo o a una denominación. Los informes que se leen en varias revistas y periódicos, así como los testimonios orales indican que la efusión pentecostal ha venido “sobre toda carne”. Joel había dicho que se derramaría el Espíritu “sobre toda carne” e Isaías había corroborado, diciendo: “Porque yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida; mi Espíritu derramaré sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos” (Isaías 44: 3); y añade: “hasta que sobre nosotros sea derramado el Espíritu de lo alto, y el desierto se convierta en campo fértil, y el campo fértil sea estimado por bosque” (Isaías 32:15). Vivimos en tiempos en que se manifiesta la sequedad del modernismo, el desierto del liberalismo y los días obscuros del racionalismo.
Levanta el ánimo saber que, en días como estos, Dios está enviando copiosas lluvias desde las nubes de su gloria para rociar las almas sedientas. Él está haciendo posible que florezca el desierto, y está derramando ríos de luz sobre una generación que ha estado en tinieblas por demasiado largo tiempo.
¿Que es Pentecostés?.
Por: Ray H. Hughes.








Deja un comentario